31 julio 2006

¡Vacaciones!

Por fin llegó el momento que todo el mundo espera desde el primer día que pone el pie en cualquier trabajo: irse de vacaciones. Aunque escribo esto desde mi puesto en la Administración, esta tarde a las cinco y media estaré cogiendo un avión que me lleve a Palma de Mallorca, y de allí, el miércoles, cogeré otro con destino a Alemania. Allí pasaré un mesecito estudiando la lengua de Goethe - mirad qué fina me estoy poniendo - disfrutando de la naturaleza, de un clima más templadito, bonitas ciudades y aprendiendo cómo se pueden cocinar las patatas casi con cualquier cosa.
Como el título de este blog hace referencia a mi destino, creo que ha llegado el momento de explicar tan extraño nombre. La verdad, ni yo misma lo tengo muy claro y puede que lo cambie, pero entre todas las cosas que se me ocurrían que estaban más vistas que el tebeo al menos unir "Alemania" y "Caracoles" en la misma frase me pareció más original. "Caracoles" si os habéis fijado se escribe con mayúscula porque aquí no me refiero al bichito, sino que es un sobrenombre, sobrenombre que tuvieron algunos miembros de mi familia por la rama trianera como no podía ser menos. Os contaré un poquito de la historia.
El originario Caracoles era tío de mi abuelo por parte de padre. Era un personaje en Triana, tenía una finquita con algunos caballos, le gustaba ir al Rocío donde montaba unas parrandas de aquí no te menees, era un conquistador, bebedor y juerguista, además de gran jinete. Era extraordinariamente alto, tanto que llamaba la atención. Así queda recogido en la letrilla de esta sevillana que estaba dedicada a mi ilustre antepasado:
Caracoles descalzo va pa'l Rocío
con un cuarenta y siete que calza el tío
cuando lo vieron
los bichitos del campo se escondieron.
Mi bisabuelo, Caracoles por extensión, tampoco se quedaba corto. Era el más pequeño de sus hermanos y al morir sus padres, le metieron en un internado. Un día que salieron de excursión cerca del río, y siendo todavía menor de edad, pensó que aquella vida de retiro y disciplina no era para él, así que no se le ocurrió otra cosa que escaparse, correr hacia el puerto y enrolarse como marino en uno de los barcos que estaban allí atracados. Cuando los del internado le echaron en falta, iba ya mi bisabuelo camino de Inglaterra, donde vivió algún tiempo hasta que se hartó y se volvió para España, hablando un inglés tan perfecto que era el asombro de la Cava los Gitanos - léase la calle Pagés del Corro - donde se asentó y nacieron mi abuelo y sus hermanos, otros Caracoles que siguieron acrecentando la fama de rocieros, flamencos y juerguistas en la Triana popular y buscavidas de entonces.
Con antepasados tan ilustres como los míos, mi padre, trianero de pro, no entiende cómo yo no he salido ni rociera, ni flamenca, cómo puedo ser tan seria - agarraos, si me ve a mi seria, imagináos cómo puede ser el Clan de los Ramírez - y, particularmente, cómo puedo sentir esa admiración por Alemania y los alemanes. Cada vez que los pongo de ejemplo como modelo de sociedad o alabo su comportamiento o sus costumbres, el buen hombre se siente herido en su orgullo patrio y despotrica diciendo cosas como "Alemania tiene más de ochenta millones de habitantes y ser de allí es muy fácil, pero ser de Triana, con lo chica que es, es muy difícil, y hay que estar orgulloso" o se arranca a cantar la famosa soleá que dice "mira si soy trianero, que estando en la calle Sierpes, yo me siento forastero". Y para terminar remata diciendo "allí tendrán lo que quieran, pero la gracia que tenemos los Caracoles no la hay en ninguna parte".
Así que esta es la historia del título del blog. Por mi parte, siguiendo el impulso heredado de mi bisabuelo el aventurero, parto como os dije esta tarde para Alemania. Os contaré desde allí las aventuras de una trianera en Friburgo, donde pondremos, en lugar de una pica en Flandes, un Caracol en la Selva Negra.
Besitos.

15 julio 2006

En la playa y con tacones.

Ayer me invitaron a una fiesta en casa de un amigo de Narumi. Yo no conocía a nadie salvo a ella, pero como no tenía mejor plan y era aquí al ladito de casa decidí ir. Cuando llego al piso, me encuentro a un montón de tíos en bermudas, camiseta y chanclas y a varias chicas con ropita ligera y el sujetador del bikini asomando por el escote. Pensé "¡coño, qué confianza tiene aquí la gente!" Poco después fueron llegando más jipis con sombrero de paja y gafas de sol - muy útiles a las doce de la noche - y fue cuando me enteré de que la fiesta era de temática playera. Fantástico. Y yo con mi top de tul y volantes, mis tacones y el joyerío puesto, menos mal que fui en vaqueros.
No sé si me estoy volviendo muy pija o me estoy convirtiendo en una ermitaña, pero ya no le veo la gracia a ese tipo de cosas. No me gusta disfrazarme, no entiendo qué quiere decir que un tío me tire un balón de playa desde la otra esquina de una habitación, ni me gusta estar en un ambiente en que los hombres todavían viven una prolongada adolescencia y sólo hablan de borracheras, historias guarras, o se pirran por hablar con las invitadas guiris sólo por el hecho de que vienen de lejos y hablen raro aunque sean unas tipas de lo más corriente. No, definitivamente he perdido la curiosidad por el elemento guiri en general y prefiero quedarme con las personas individualmente consideradas.
Ante semejante perspectiva, hice lo único que podía hacer, visitar el barreño de sangría tantas veces que perdí la cuenta, hablé con el personal, me reí, pero también le echaba miraditas al reloj y cuando se acabó la fiesta y se decidieron los que quedaban a seguir la marcha en una discoteca, me despedí y me fui a casa.
Es complicado lo de conocer gente nueva. Por un lado, ves que tu círculo se ha hecho pequeño, que cada uno lleva su vida, y te apetece ver caras nuevas al rededor, pero por otro, te gustan tus amigos y te sientes cómoda con gente que son como ellos, divertidos, tranquilos, alguno un poco loco, y todos con las neuronas bien aprovechadas, gente con la que te puedes reir a base de decir barbaridades o tener una conversación seria e interesante. Pero, ¿cómo se da uno cuenta de que a tu alrededor hay gente así en medio del barullo de un bar o una discoteca? ¿O en una fiesta donde te sientes fuera de lugar porque el rollo que allí se vive no te va en absoluto? Si a alguien se le ocurre algo, se admiten sugerencias.

10 julio 2006

Vendo toritos que dicen ¡muuuuuuuuu!


Al empresariado español en general, y andaluz en particular, le falta mucho que andar en el terreno de la iniciativa y las ideas emprendedoras. Se tira a lo fácil, a la conquista de la fórmula rápida para hacer dinero con el menor coste posible y sin que, por supuesto, las cabezas echen humo, que hace mucho calor por estas tierras y si encima hay que pensar se acaban derritiendo las seseras, con lo caro que está el seso de ejecutivo, más que por la calidad, como en el chiste, porque está casi nuevo.
Toda esta perorata viene provocada por la indignación que me produce una historia sobre perspicacia empresarial que me ha contado una amiga que trabaja para una conocida marca de trajes de flamenca. La marca en cuestión tiene, además de su fábrica y sus tiendas en Sevilla, una página en internet a través de la cual vende al extranjero, principalmente a Japón, Alemania, Italia y Francia. El procedimiento es simple: cuelgan en la página varios modelos básicos, una carta de telas y a partir de ahí, atienden los pedidos según los gustos de los clientes que pueden incluso introducir algunas variaciones.
La prueba de la poca lucidez mental del empresario viene dada cuando se entera, hace bastante tiempo ya, que algunos de sus clientes allá en las tierras lejanas, normalmente las de Japón, se pasan de listos y revenden por el triple de su precio la mercancía que compran a la empresa española. ¿Y qué hace ésta? Un descuento, así tal cual, del 25 por 100, por pedidos que sobrepasan cierta cantidad, para que así el intermediario, que no produce nada y que se limita a teclear en un ordenador, pueda sacar más beneficio si cabe a su costa.
Aunque no lo parezca, hay bastante gente honrada en el mundo, y algunos de ellos se han tomado la molestia de coger un avión - o más de uno - para venir y ofrecerle a la empresa sevillana la apertura de una franquicia en sus países, por lo que ésta podría controlar desde la estética de las tiendas hasta el precio de los productos. Pero eso de franquicia les habrá sonado a raro, a complicación, porque claro, franquicia viene de "franco", que significa francés, y ya se sabe que los franceses son el archienemigo, nos invadieron el país, nos eliminaron del mundial, y de ahí no puede salir nada bueno, por lo que mejor descartar la idea sin más reflexión.
No obstante, el avispado empresario, aquijoneado por la curiosidad del buen emprendedor, empieza a darle vueltas al coco, devanándose los sesos para alumbrar una idea mucho más original que la vulgar franquicia y he aquí que, iluminado por los símbolos patrios gracias a los cuales somos conocidos en el mundo entero, da con la solución genial: vender toritos que dicen ¡muuuuuuuuuuu!
Pero ojo, no son unos toritos cualquiera, los hay en dos tamaños, son suaves, nos miran tiernamente con sus ojitos saltones de plástico y nos mugen con cariño cuando les apretamos la barriguita. Son tan monos, que a uno se le olvida qué diablos hace una fábrica de trajes de flamenca vendiendo toritos por internet. Ni qué gracia tiene comprar souvenirs de países en los que uno no ha puesto el pie. Porque la gracia del souvenir radica en que, aunque objetos hortera por naturaleza, tienen la facultad de resultarnos simpáticos cuando nos encontramos de viaje en plena euforia de las vacaciones y de fiebre consumista... ¿pero por internet y a miles de kilómetros...? Por no hablar de que vendiendo toritos junto a tus productos se consigue degradar a la categoría de simple souvenir algo con tanta tradición como el traje de flamenca.
Pero en fin, los guiris son tontos y no se detienen en tantas cábalas y seguro que alguno cae en la bolsa, lo suficiente para que el empresario emprendedor se vaya a dormir tranquilo con su particular idea de "ampliación del negocio". Así nos va de bien.
P.S.: por cierto, el título de esta entrada se ve cuando pasas por encima el cursor con el botón izquierdo del ratón presionado como si fueras a seleccionar el texto. Lo digo por si lo veis desaparecer, como me pasa a mí.

06 julio 2006

Un cuento que me contó mi abuelo.

Érase una vez una hermosa princesa que vivía en lo más alto de la más alta torre de su hermoso castillo. Día y noche las pasaba, muy afligida, asomada a la ventana, suspirando porque no encontraba, de entre los numerosos pretendientes que la asediaban, príncipe alguno que fuese de su agrado.
Un buen día mientras así se lamentaba, desvió su mirada de las nubes, donde solía posarse, hacia el patio del castillo donde un humilde soldado hacía la guardia. El pobre soldado la miró y al instante quedó prendado, esforzándose por que su declaración de amor subiera desde el suelo a lo más alto de la más alta torre y llegara a oidos de aquella a quien había entregado su corazón. Pero la princesa, que era un poco estirada y chapada a la antigua, aunque se veía atraída por el soldado, ya que era guapo, valiente y apasionado, decidió ponerle las cosas difíciles, pues no podía dejar de pensar en que quizá él era poco para ella y en que quizá debiera primero demostrar su devoción de manera indudable, antes de darle el definitivo sí.
Así pues, poniendo su pose más digna, habló de esta forma al soldado: "Para acceder a ser tu esposa, has de darme de tu amor prueba. Si durante mil días con sus mil noches permaneces de guardia bajo mi ventana, sin que nada haga enflaquecer tu determinación, seré tuya para siempre".
Y así pasó el pobre soldado novecientos noventa y nueve días con sus novecientas noventa y nueve noches, fusil al hombro, soportando heladas en invierno y un sol abrasador en verano, lluvia, viento, crueles tormentas, siempre junto a la más alta torre, siempre de guardia bajo la ventana, sin que nada le hiciera desistir de su empeño.
El día que hacía mil la princesa estaba tan entusiasmada que daba palmas con las orejas. Vistió su mejor vestido, calzó sus mejores zapatos, se perfumó y peinó, y sin que sus honorables padres lo supieran, por supuesto, se puso las braguitas más pequeñas y coquetas. De esta guisa bajó corriendo los innumerables escalones desde lo más alto de la más alta torre, y cuando por fin llegó al patio donde el soldado montaba guardia éste la miró a los ojos, tan cansado y andrajoso como estaba, y ella tan hermosa, descansada y bien alimentada. "¡Sí quiero!" chilló la princesa ante el enmudecido soldado, y en aquel momento, el pobre chico la observó, tiró su fusil al suelo, dió media vuelta y se marchó para no volver nunca jamás.
Bonito, ¿verdad? Y con moraleja. Ni que decir tiene que el detalle de las braguitas pequeñas es mío, a mi venerable abuelo no se le ocurriría decir tal cosa.

Unas palabritas antes de la siesta.

Para que mi amiga Elena no se sienta sola en el ciberespacio, poder comentar sus impresiones como Dios manda y dar salida al montón de cosas que se me ocurren a diario, algunas transcendentes, otras banales, me decido a crear el presente blog.
Tras la inauguración oficial, hecha a mala hora y bajo el influjo de una cálida tarde de julio, toca una pequeña siesta para reponer fuerzas, tras la cual dejaré una bonita entrada: un cuento con moraleja. Pero todo a su tiempo.