Antonio Burgos quería ser Registrador-Calificador Civil desde chiquitito. Soñaba con sentarse tras un escritorio de caoba pulida sobre el que descansara un grueso tomo, encuadernado en piel roja y con estampaciones y cantos dorados, gemelo de otros cientos que dormitaran en las atestadas estanterías de su despacho.
Cada mañana, dispuesto a comenzar su trabajo, acariciaría su cubierta, tomaría con sus dedos pulgar e índice la suave cinta de raso que serviría de punto de lectura - o mejor dicho, de escritura - y abriría ceremoniosamente el voluminoso ejemplar, asientos de caligrafía impecable a la izquierda, prometedoras líneas en blanco a la derecha.
Un último repaso a su aspecto y a su entorno: quevedos dorados encajados sobre su nariz - a esa venerable edad ya debería usarlos - plumas y tinteros alineados según grosor y color, bella imagen de la perfección y el ceremonial que requiere un trabajo minucioso como sería el suyo.
Puntual, un subalterno abriría la puerta del santuario a las ocho de la mañana para dar paso a la primera pareja, que se mostraría sin duda tímida, quizás algo atemorizada por la solemnidad del momento: el de Inscribir y Calificar al bebé que portarían en brazos. El niño Antonio Burgos sabía de la transcendencia del acto: el recién nacido, sin ser consciente en aquel momento, entraba a formar parte oficialmente de la Comunidad, se inscribiría su nobre y filiación, su fecha de nacimiento y vecindad, el Estado conocería su existencia: aquel pequeño ser humano adquiría su IDENTIDAD.
Como Antonio Burgos siempre fue un perfeccionista desde chiquitito, vamos, lo que se dice "un mihita", se le ocurrió que podría mejorar el solemne acto de Inscripción en el Registro Civil con lo que él llamaba la Calificación. Añadiría a los datos de obligado de cumplimiento una línea adicional de suma importancia: en ella tan sólo podría inscribirse dos cosas: bien el gentilicio "SEVILLANO", reservado a los bebés dignos de tal calificativo, que constituía un honor en sí mismo; bien otra expresión alternativa que describiera a los menos afortunados, causantes de una pobre impresión, que podría variar desde "PAPAFRITA" o "PINTAMONAS", hasta "PANIAGUADO" o "ABRAZAFAROLAS", entre otras muchas, según la inspiración que le viniera en ese momento.
Que la criatura llegaba con un costal debajo del brazo y en sus aullidos se pudiera adivinar los compases de "Pasa la Macarena": "SEVILLANO". Que sus padres, en un alarde de progre-paletismo, le habían regalado una muñeca, siendo varón: "PAPAFRITA".
¡Qué inmenso poder el del Registrador-Calificador! Desde chiquitito era consciente de ello, y a tal honor aspiraba.
Cuando Antonio Burgos se hizo mayor conoció algo de mundo y tras sus primeros contactos conscientes con la Administración y la Burocracia su sueño infantil y su vocación se esfumaron como el humo.
Un buen día acudió al Registro Civil y el panorama le dejó desolado. En lugar de pulidos escritorios de caoba vio grises mostradores de contrachapado. No vió estantes repletos de tomos gemelos encuadernados en piel roja, sino clasificadores de cartón amontonados en armarios de chapa. Ni rastro del grueso libro de cantos dorados, ni de las plumas ni los tinteros ordenados según grosor y color: una selva de monitores, torres, impresoras y teclados encadenados entre ellos por multitud de cables usurpaban su lugar y su función. Pero lo peor, sin duda, era que no existían los Registradores-Calificadores Civiles, sino tan sólo anodinos funcionarios, simples auxiliares, instalados cómodamente en su rutina, compartiendo cubil, incapaces de mirar a un niño a los ojos, de CALIFICARLE, de darle una identidad, de decirle "así es cómo eres".
Con el tiempo, de esa frustración nació una nueva vocación y el joven Antonio Burgos se hizo periodista, escritor y columnista. Con los años necesitó gafas, pero nunca llevó quevedos dorados, sino unas de oferta del Multiópticas. Usó máquina de escribir y ordenador; le gustaba alinear el ratón y su alfombrilla con el teclado.
Desde su recuadro en ABC comenta desde hace años la vida del país y de nuestra querida ciudad, con mordacidad e ingenio para unos (SEVILLANOS), con desfachatez y rancio cinismo para otros (PAPAFRITAS). Ninguno sabe que, en realidad, escribir es su catársis, su terapia para combatir el trauma infantil. No en vano decía Oscar Wilde - a éste PINTAMONAS seguro que sus padres, de chico, le regalaron muñecas -, que "la mejor manera de librarse de la tentación es caer en ella". Se le podría añadir "y de la obsesión", por eso, Antonio Burgos aprovecha la oportunidad que le da su recuadro en ABC para Inscribir y Calificar, como quien no quiere la cosa.
Tiene que escribir un
artículo sobre la composición del nuevo gobierno. Cierra los ojos, se deja llevar, como en sus fantasías de chico, por la inspiración del momento, como en un juego de asociaciones. Carmen Chacón, "ANIMAL DE COMPAÑÍA". Bibiana Aído, "MODISTILLA". Bernat Soria, "EUTANÁSICO".
Se siente satisfecho del resultado: no argumenta, no razona, no hace crítica con fundamento: CALIFICA. Con tal actitud, la contraargumentación no es posible. "¿No lo ve compadre? ¡Si está más claro que un vaso de rebujito! El que no está de acuerdo, no es hombre cabal" Y se acabó la discusión.
Antonio Burgos se repantinga en el santuario de muebles de caoba de su imaginación, es capaz de evocar, como el protagonista de "El perfume", el olor rancio a tinta y pergamino de su mundo de ficción, se lamenta de la pérdida del sentido común, de la degradación del arte y la gracia y de que los toros ya no son tan bravos como antes ni los hombres se visten por los pies. Ministras, "BATALLÓN DE MODISTILLAS". Instaurado en su queja continua, depositario de la esencia de lo castizo y auténtico, Gran Registrador-Calificador del Universo, se siente un hombre feliz.